La Forma del Agua (The Shape of Water) es la película más reciente del director mexicano Guillermo del Toro y probablemente, su filme más ambicioso hasta la fecha. Esto debido a la mezcla de géneros que este director usualmente utilliza para dar vida a sus sueños fantásticos, pues ya ha creado un estilo propio en donde la fantasía y el mundo real conviven al mismo tiempo, donde las alegrías pueden ser tan grandes como las tragedias. Pero aquí va un poco más allá ya que nos muestra una visión mucho más madura de su cine a la que nos tiene acostumbrados. Una visión que profundiza mucho más en el romance que puede existir entre un “monstruo” y una persona, a diferencia de trabajos previos como Hellboy.
En La Forma del Agua, conocemos a una mujer muda llamada Elisa (Sally Hawkins), quien trabaja como conserje en una instalación del gobierno junto con su amiga Zelda (Octavia Spencer) a mediados de los 50, justo cuando la tensión entre el gobierno ruso y estadounidense estaba en su apogeo. Aquí podremos observar la soledad que envuelve al personaje principal además de la monotonía que existe en su día a día. Esta monotonía se verá interrumpida cuando de forma totalmente inesperada, un grupo de científicos y militares arriban a dicha instalación acompañados de una misteriosa criatura. Una criatura que a primera instancia pareciera ser un ser peligroso y letal, pero que a ojos de Elisa, es algo mucho más complejo. Alguien por quien es capaz de sentir empatía debido a las similitudes que comparten con respecto al uso del lenguaje, además de la marginación que experimentan por ser diferentes a aquellos que los rodean. Pero como es usual en el cine de Del Toro, estas características son las que convierten a sus personajes en algo único ya que se les dota de esa “humanidad” que les distingue del resto. Un factor que curiosamente, se ve perfectamente reflejado en todos aquellos que son diferentes, ya sea por sus discapacidades físicas, su color de piel, su nacionalidad, su preferencia sexual o la especie a la que pertenecen.
Todo esto resalta de forma considerable gracias al bellísimo diseño de producción a cargo de Paul D. Austerberry, el arte de Nigel Churcher y la fotografía de Dan Laustsen, quienes emplean un estilo visual y paleta de colores que recuerda mucho a Amélie (Jean-Pierre Jaunet, 2002), apoyados de una excelsa banda sonora a cargo del siempre brillante Alexandre Desplat. La suma de estos elementos (más la dirección de Guillermo del Toro) logran crear una historia que si bien es simple —además de muy predecible—, cumple con su propósito. El cual es transportarnos de forma visual y sonora a este mundo de marginados, de dejarnos llevar por la relación que se gesta y desarrolla entre los personajes principales, mostrándonos así que cuando nos lo proponemos, somos seres llenos de amor. Un amor que tiene la capacidad de cambiarnos por completo, conviertiéndonos en mejores individuos, en mejores seres humanos.
No cabe duda de que Guillermo del Toro es un romántico empedernido, un poeta visual y narrativo que es capaz de mostrar pequeños destellos de luz y fantasía en los lugares más oscuros y ocultos que podamos imaginar. Lugares llenos de violencia y tragedia, donde a pesar de todo, siempre existirán personajes capaces de soñar con algo diferente; de ser mejores, hoy, mañana y siempre. Y eso es precisamente lo que convierte a su cine en una experiencia única e irrepetible, razón por la cual es uno de los artistas más queridos y respetados dentro de la industria. The Shape of Water es una clara muestra de ello, además de una muestra del tipo de cine que es capaz de seguirnos entregando ahora en una versión más adulta, mientras sus sueños y pasiones se lo permitan.
- La historia
- El aspecto visual del filme
- Las actuaciones
- La trama es muy predecible